Fueron 110 horas. La persona que compró el primer iPhone estuvo en una fila en New York un total de 110 horas para poder ser el primero en tener el artículo de lujo que cambiaría la vida de muchas personas, incluyendo la de él. En realidad, no conozco a Greg, dicha persona, ni podría afirmar que lo hizo por ser el primero en tener el teléfono o por las altas expectativas que el dispositivo generó no solo en él sino en los cientos de personas que lo acompañaron en la fila, o si de eso se trata, en los millones que todavía hoy esperan fuera de la tienda durante horas o ahorran durante meses para tener un teléfono inteligente de última generación. Lo que sí es innegable es la euforia que provocan las empresas fabricantes cada vez que lanzan la última novedad al mercado.
Uno podría pensar varias cosas. La primera, que un teléfono le va a cambiar la vida. El momento en el que abren la tienda, se corre como en avalancha a los mostradores y el vendedor te entrega la caja con el aparato, llega a despertar lágrimas en algunas personas, felicitaciones y cientos de “likes” en las redes sociales y sensaciones altas de felicidad. Son sensaciones genuinas, verdaderas. No hay ninguna razón para pensar que dicha felicidad no es auténtica. Puede verse como superficial, y probablemente lo sea, pero es real.
La segunda, que otras personas podrían pensar que es absurdo poner la felicidad propia en manos de fabricantes ajenos. ¿Cómo es posible que algo tan básico pueda provocar reacciones tan altas?
Tercera, que se sobredimensiona el efecto del aparato. La versión de 6 pulgadas, acabado de cerámica, chip 5G, opción llamada de cine, baterías de larga duración y cámara dual va a cambiar nuestras vidas y nos hará felices para siempre. Bueno, nos hará felices por unos días, hasta que pase el efecto o hasta que aparezca la siguiente versión que nos hará felices para siempre, en cuyo caso estaremos tristes por tener lo que tenemos hoy y no tener lo que saldrá mañana.
A veces cuando se intenta divulgar noticias sobre felicidad pues se debe recurrir también a información no tan buena, lo que yo llamo “las noticias tristes de la felicidad”. Acá va una noticia triste: ese comportamiento de poner la felicidad en los objetivos equivocados lo compartimos todos los seres humanos. ¿Qué?, ¿cómo me atrevo a decir eso? Bueno, ¿suena familiar la frase de “y fueron felices para siempre”? Pasa con los teléfonos, y pasa, sí, perdón, con los matrimonios. Aunque casarse es mucho más importante que adquirir un dispositivo móvil, el principio detrás de la frase en ambos casos es el mismo. Tenemos una tendencia a creer en “eventos” que van a cambiar nuestras vidas con un efecto duradero para toda la vida.
Observe la gráfica de arriba. Piense en algo bueno que le ha pasado en su vida: ganó la lotería, compró casa nueva, le dieron un aumento. Su nivel de felicidad, con toda razón, va a subir. Ahora piense en algo no tan positivo que le pasó a usted o a alguien cercano: desafortunadamente cayó enfermo, perdió dinero en un negocio, el amor de su vida terminó con usted. Su nivel de felicidad va a bajar. Lo que la ciencia de la felicidad ha descubierto es que, en ambos casos, después de un año o dos, usted regresará a su nivel de felicidad anterior a ese evento positivo o negativo. Ese es el principio de adaptación: nos vamos a acostumbrar a esas circunstancias positivas o negativas que nos pasan. Más aún, nos van a pasar varias veces en nuestras vidas, las buenas y las malas, son parte de ese maravilloso acto de estar vivo.
Es decir, casi nada de lo que nos pasa circunstancialmente será relevante en el largo plazo para nuestra felicidad, ni lo bueno ni lo malo. Y entender este principio es importante para diseñar una vida más feliz, para no apostar dónde no corresponde. Compramos una casa o un carro nuevo, pero pronto estaremos acostumbrados a ella, y quizás en un año estaremos celosos del automóvil nuevo del vecino. Tuvimos un aumento salarial que nos llena de alegría, pero muy rápidamente perderá sus efectos, sobre todo si hemos aumentado nuestro nivel de consumo y nos hemos adaptado a nuestros nuevos bienes materiales. Siempre vamos a querer vivir en un barrio más rico. Pero nos pasa aún en circunstancias que no pensamos, por ejemplo, el matrimonio. Cuando nos casamos vemos incrementada nuestra felicidad considerablemente, más allá de la luna de miel, pero de no saber alimentar bien el matrimonio nos vamos a acostumbrar al nuevo estado en un año o dos y caer en la rutina, y eso será un peligro.
Afortunadamente, el principio de adaptación también funciona para lo negativo que nos pueda pasar. Las personas que pierden una extremidad o caen en una enfermedad seria se acostumbrarán a ello y volverán a ser felices, si lo eran antes del accidente. Todos tenemos una línea base de felicidad, y a ese estado regresaremos después de acostumbrarnos a la nueva condición. En el largo plazo, esos cambios circunstanciales perderán su efecto.
Lo que sí es relevante es lo que intencionalmente provoquemos en nuestras vidas, con nuestro comportamiento y decisiones, lo que hemos descrito como “el 40%” en el blog anterior. Esos cambios intencionales, que procuran dar un sentido a la vida y que probablemente nos plantean un objetivo a mediano y largo plazo van a equilibrar esos cambios circunstanciales que poco aportarán. Si tenemos un propósito en la vida, aún en la enfermedad podremos ser felices. Y si tenemos una motivación para vivir, ni la pobreza material nos significará un obstáculo.
En el siguiente blog compartiremos algunas reflexiones sobre lo que implica este “Principio de Adaptación”, y al entenderlo mejor tendremos más herramientas para diseñar una vida feliz.
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