Tenemos una impresión casi universal de que el dinero, la belleza, la salud y el éxito económico equivalen a felicidad. Imaginemos a nuestro actor favorito de Hollywood casado con la actriz más guapa de Los Angeles, o a la cenicienta que es rescatada por un príncipe inglés del siglo XXI, como un cuento de hadas que ocurre cada 300 años. Supondríamos que lo tienen todo, y que serán felices para siempre. Y, sin ningún tipo de dificultad, todos podemos pensar en casos de la vida real en los que eso no ha sucedido. De la misma forma, todos conocemos parejas de nuestros barrios latinos que han mantenido matrimonios felices por 40 años. Y todos hemos tenido un familiar guapo que fue feliz con su pareja por 7 años, pero luego fueron más felices después del divorcio. En ningún caso, ni tener más o menos dinero, ser más guapo o menos atractivo o tener un cuerpo escultural o una figura promedio han resultado en factores que determinen por sí solos si una persona es o será feliz y, mucho menos, más feliz que alguien que no posee dichas características.
Lo que dice la ciencia es realmente impresionante: ciertas circunstancias de la vida, como nivel de ingreso, belleza física, estado civil o estado general de salud tienen un efecto muy reducido en nuestra felicidad, apenas un 10%. Es decir, y créanme, no hay mucha diferencia entre el galán guapo y famoso de Hollywood, y yo, ambos tenemos, basados en dichas circunstancias, la misma probabilidad de ser felices. Así de generosa es la vida con cada uno de nosotros. Podemos ahorrarnos mucho tiempo y dinero por dejar de buscar la felicidad dónde no está.
Entonces, ¿dónde está la felicidad? Veamos un escenario diferente. Todos conocemos personas que sufren mucho pero no dejan de sonreír y tener una actitud maravillosa ante la vida. También tenemos amigos que parecen tenerlo todo, pero diariamente se quejan de lo difícil que es la vida para ellos. Hay personas que saborean (me gusta esa palabra) hasta el momento más sencillo, y otras que encuentran espacio para el “estuvo bien pero no es lo que hubiera esperado” hasta del momento más especial. ¿Cómo nos explicamos eso? Pues es muy sencillo: la genética cuenta por el 50% de nuestra felicidad. Si hay que ganar una lotería en la vida, es la de los genes que nos heredan papi y mami. Y ellos han contribuido a que todos tengamos una línea base de felicidad, esa línea que nos hace sonreír aunque estemos en momentos difíciles o sufrir aún en condiciones favorables. Por eso una persona no muy atractiva puede ser tremendamente feliz y una reina de belleza puede ser tremendamente amargada. Eso no quiere decir, y de nuevo, la vida es generosa, que estemos sentenciados a un estado o al otro. Los genes no son el destino.
Si las circunstancias de la vida, aquellas a las que siempre le hemos apostado para ser feliz, apenas cuentan para un 10%, qué engaño, y la genética tiene un peso del 50%, nada despreciable, pero sin sentencia, ¿dónde reside ese 40% mágico, importante, determinante? En nuestras actividades diarias intencionales, en nuestro comportamiento diario o frecuente, aquello que escogemos hacer que nos beneficia, en oposición a hacer aquello que nos perjudica. Son opciones de vida, maneras de vivir. Invertimos tiempo cultivando relaciones sociales fuertes con familia y amigos o preferimos aislarnos del mundo y de nuestros colegas. Encontramos muchas formas diarias de estar agradecidos o tendemos a fruncir el ceño ante la menor adversidad. Practicamos el optimismo o rápidamente somos fatalistas. Saboreamos las múltiples posibilidades para ser feliz o somos indiferentes ante potenciales oportunidades de bienestar. Mantenemos una relación sana con nuestro cuerpo o evitamos el ejercicio y la salud. Tenemos un sentido e intención en la vida o respiramos y pensamos en automático, según dónde nos lleven las circunstancias. Es decir, ese 40% representa las acciones a las que deberíamos apostar para ser feliz, y nos abre un espacio espectacular para diseñar (me encanta esa palabra) nuestra vida de una manera positiva y feliz. Nuestro comportamiento intencional marca la total diferencia entre una vida de bienestar y una infelicidad fortuita. ¿Se puede ser más feliz? Sí, claro, la respuesta está en ese 40%.
Este principio lo explicamos con más detalle en nuestro primer blog, y es clave para entender cómo funcionan nuestro propio bienestar. La felicidad no puede ser una meta que algún día alcanzaremos a través de adquirir una circunstancia especial, como el buen marido, la estupenda promoción o el carro del año. Muy al contrario, debe ser un hábito. Puede que no sea un hábito diario, pues todos tenemos días malos, pero se debe tener un sentido de frecuencia de “estar bien”. Si casi todos los días encontramos o mejor aún construimos minutos y razones para estar feliz, ese hábito de pequeños momentos vale más que una meta a largo plazo alcanzada.
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