En 1970 Walter Mischel de la Universidad de Stanford condujo uno de los experimentos más impresionantes en psicología, que puede ser replicado por padres y madres en sus hijos el día de hoy, aunque con ciertas consideraciones. El experimento consistió en tener a un niño o niña entre 4 y 6 años en un salón, frente a un plato con un masmelo. A los niños se les dijo que se podían comer ese masmelo en cualquier momento, pero si esperaban unos minutos podían comer dos masmelos en lugar de uno. Cuando el adulto salía del salón, los niños decidían si se comían el masmelo o esperaban entre 15 y 20 minutos, para así poder comer dos masmelos.
Un tercio de los niños logró esperar y comer los dos masmelos. Lo más interesante fue que a todos los niños se les hicieron pruebas 15 años después, y los niños que esperaron eran más competentes y exitosos en sus respectivos trabajos, mostraban menos disposición a la obesidad, eran menos agresivos y mostraban menos reacciones exageradas si se ponían ansiosos. También eran admitidos con mayor frecuencia en universidades de prestigio. Por el contrario, los niños que no pudieron esperar tenían la autoestima más baja y umbrales de frustración menores.
¿Cómo nos explicamos eso? Los niños que esperaron pusieron en práctica estrategias para enfrentar la tentación y evitar la gratificación inmediata. Ya como adolescentes estos niños fueron más capaces de resistir la distracción, enfocarse en sus estudios o en otras actividades productivas y controlarse a sí mismos cuando las cosas salían mal. Esa capacidad de ejercer un poco de control mental sobre la circunstancia distractora era un signo de la inteligencia emocional de los chicos que les permitió regular sus propios deseos y sentimientos. Se convirtió en una habilidad clave para alcanzar sus metas.
Mischel concluyó después de cientos de horas de observación que la habilidad crucial utilizada por los niños que supieron esperar era la “asignación estratégica de la atención”. En lugar de mirar de manera obsesiva el masmelo, los niños con paciencia se cubrían los ojos, jugaban a las escondidas o cantaban canciones de Plaza Sésamo. No se trató de vencer el deseo, se trató de intentar olvidarlo. Demorar la gratificación pareciera ser una estrategia útil para estos niños, como lo es para nosotros a la hora de comer chocolates, ir de compras o escoger marido. Mucho se ha escrito sobre lo efectivo que es no comprar de una manera impulsiva, por ejemplo. Si quiere algo, tome la decisión de comprarlo mañana. Calmar la mente y evitar la impulsividad es una habilidad muy útil tanto en las decisiones triviales del día a día como en los momentos más relevantes de la vida.
En un mundo actual en el que la gratificación inmediata es muy importante en los jóvenes vale la pena recordar que podemos ser mucho más que algunos de nuestros deseos, sobre todo aquellos que no nos convienen, y que podemos construir estrategias para decidir lo que realmente es más provechoso para nosotros. Elsa Punset nos da una de dichas estrategias, que funciona perfectamente en el día a día. Consiste en no pelear con la distracción. Si uno quiere un helado, se le dice al cerebro “ok, ese helado será tuyo, dame unos minutos”. De esa forma el cerebro se calma y bajan los niveles de ansiedad. Luego, se hace algo para “distraer la distracción”, se cambia a otra actividad, se ocupa la mente en algo más. De esa forma se podrán tomar decisiones más sanas y se puede ser más dueño de los deseos. Bastante sencillo.
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